Los padres tienen la firme
convicción de que deben dar a sus hijos lo mejor en modales, valores, forma de
expresarse, entre otras buenas cosas, pero la enseñanza también viene de parte
de los dulces saltarines que nos enseñan la espontaneidad, nos dicen que los
besos no se deben atesorar y que siempre es buen momento para abrazar, dar y
recibir sonrisas, que nunca es tarde, como en el parque, para compartir con un
gran amigo.
Esa espontaneidad, sin darnos
cuenta, la vamos dejando atrás poco a poco, pero los niños con sus actos nos
dicen que no es insólito hacerle cosquillas a alguien independientemente de la
edad, que lo insólito es habernos olvidado de reír, de llamar a un amigo, o de
mojarnos con la lluvia sin temor, y ellos nos dicen que los adultos estamos
sumergidos en un mundo gris lleno de sonrisas prefabricadas listas para la
foto.
Aparte desde pequeños somos
juzgados por una sociedad con comentarios carentes de tacto e insensibles. Si
un niño llega a un lugar y no saluda porque puede estar cansado, con hambre o
con sueño, velozmente sale una voz que dice: “qué tímido”, o “¿qué pasó, te
comieron la lengua los ratones?”, o “¿no quieres saludar?, saluda, saluda,
saluda”, espantando seguramente con tal actitud la iniciativa o disposición del
niño a saludar, sin darle un mínimo de pausa para permitirles ser como ellos
son, transparentes, puros y hermosos.
Santa Santaella
Publicista / Administradora
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