Cuando un grupo de amigos, cafeceros, concurrimos todos los días a Edivica y al Centro Plaza a la sesión de rutina, de verbo y guayoyo, el costo por pocillo es de 20 bolívares. En 1934, cuando Venezuela llevaba 17 años exportando petróleo, el dólar tenía un valor de Bs 2,19. Alberto Adriani era el asesor del gobierno gomecista en banca y finanzas; acababa de llegar de Suiza como economista, y con un billete de 20 bolívares se podían adquirir en La Bodeguita de José Rafael Rosario en el Puente Machado, de Trujillo, los siguientes alimentos: cinco kilos de carne con hueso por Bs 5, tres gallinas por seis bolos, dos kilos de queso por Bs 6, 10 plátanos dominicos por Bs 1 (a dos cobres cada uno), 20 huevos por Bs 1 y ocho panelas de trapiche por Bs 1 (a locha cada una); total: Bs 20, comida para más de una semana.
El hombre trabajaba de sol a sol. Venezuela, hasta 1921, recibía divisas norteamericanas porque exportaba productos alimenticios de origen vegetal y animal. Hubo haciendas en los Llanos que tenían más de 50 mil cabezas de ganado por unidad. Exportábamos comida. Por cierto, Adriani notó en 1936 que el petróleo nos cambiaba la mente. Perdimos el hábito de laborar en el campo, y la guinda de la nueva cultura fue el afecto por los güisquis, la champaña rosada, el caviar y la quisicosa. Nos alertó: “Debemos sembrar el petróleo”. Nadie lo oyó. Tampoco les paramos a las prédicas de Arturo Úslar Pietri, Mariano Picón Salas, don Mario Briceño Iragorry y Fernández Morán sobre ese vital asunto. La pereza nos lleva de derrota en derrota, pero los dólares bajados del cielo por los milagros del “oro negro” nos han salvado de que nos auxilie la Cruz Roja, como cualquier república del África Occidental.
Ojalá volvamos a la historia para reencontrarnos con la Venezuela de ayer, colonial, trabajadora, que levantó la independencia con analfabetas y cotizudos cuando entendiera el mensaje de Bolívar sobre el destino de los pueblos robustecidos por valores.
Luis González
Cronista de Valera (Tru)
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