El último chapuzón era como un permiso o un preaviso que nos daban nuestros padres para volver a zambullirnos por otro rato en ese torrente de alegría que significaba el río. Tiempo y realidad siempre trabajan en llave para arruinar nuestra felicidad.
Nuestros viajes al río con mis primos y tío pueblan mis recuerdos de niñez en vacaciones. Había un río en Cúpira, estado Miranda, en cuya corriente se formaba una especie de cortina de agua; mi tío no dejaba que lo atravesáramos, y, a la vez, excitaba nuestra imaginación lo que allí hallaríamos: un tesoro, un encanto, una sirena, y nos contaba que para hacerlo teníamos que encontrar primero un bagre, torcerle el pescuezo y obligarlo a que nos permitiera pasar. Con esa historia nos detenía. Y nos mantenía ocupados, hasta que con los juegos nos olvidábamos del asunto.
Una tarde, a mis doce años, me lancé en lo que significó el último chapuzón de mi niñez. Armado con la audacia de la pubertad me decidí a atravesar la cortina de agua, solo para descubrir a mi primo Juancito con su novia. No me oyeron entrar ni salir, y si me oyeron se hicieron los locos.
A veces vuelvo al río; aún conserva esa magia especial para mí, invencible en su camino, y aunque la cortina de agua ya no está, me parece que el bagre de mi tío sigue allí ganándole la partida a la realidad y al tiempo. Dicen que el canto del río no acaba en su orilla sino en el corazón de aquellos que lo amamos.
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ELY CARRANZA
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